miércoles, 11 de diciembre de 2024

DE LA FLOR DE TEMPAZUCHE Y LOS DIABLOS AFROINDIOS DE LA COSTA CHICA

Para Nadia Alvarado

En estos días, recién se cierra un tiempo de dolorosa y festiva tragedia en nuestro territorio. Tragedia, porque se sustenta en la muerte de personas que amamos y que ya no están viviendo, sino en ese anfibio tiempo del sustancioso e insistente recuerdo, el que parece ser circular, repetitivo, el mismo todo el tiempo, porque nos parece que retoña cada año, pero que el propio transcurrir de los hechos alarga y alarga, y enriquece, lo que lo torna distinto, retoñado cada vez, con otras ramificaciones y floraciones, perennes, pero persistentes. Esas personas recordadas son nuestros antepasados muertos y, muchas veces, su presencia incorpórea se acompaña de dolor y de tristeza, motivadas por ese amor que les tuvimos y, sobre todo, por su eterna ausencia. Pero, también, esa tragedia es una fiesta, melancólica y humorística. Entiendo aquí al humor como esa experiencia de estar de vuelta de todo, de subsumir el dolor y la tristeza, de nutrirse de ambos, inevitables, de aceptar que las cosas han sido como fueron, pero que seguimos siendo, y, entonces, miramos esos amargos hechos pasados con nostalgia, aceptándolos, asimilándolos, con una especie de sonrisa, que no se quiebra ni se abre totalmente, con esa sonrisa en el ánimo, convencidos de que las cosas siguen y que seguirán… en tanto sigan. No es esto mera retórica; la vida es más compleja que eso, y ninguna palabrería logra retratarla; sí se puede, cuando menos, y eso se pretende aquí, atisbarla, verla de sesgo, ver esos resquicios por donde podemos observar su esencia, enriquecer nuestras vidas, con cierta ternura, con cierto contento, no total, pero sí vital. Es como decir: “¡Ya, ni modos! ¡Así fue, duele, pero, que las cosas sigan!” Y siguen, queramos o no. “¡Vivamos, bebamos, comamos y bailemos, que la vida sigue y nos exige que le demos nuestra vida, nuestros esfuerzos, nuestro propio ser para continuar!”. Que lo peor que uno puede hacer es morirse estando sano, en vida, como reconviene Sancho a Quijote, y le pide que no se deje morir.



Es una fiesta trágica entre nosotros, los afroindios de la Costa Chica, el ‘todosanto’. Pero ésta es la efímera conclusión de aquel tiempo que mencioné al comienzo, el que inicia cuando se siembra el tempazuche o cempasúchil, etc. A fines del mes de julio también inicia este tiempo de celebraciones y fiestas, ligadas, además, a la economía agrícola y ganadera de la región, que deriva, concretamente, del rodeo novohispano, eso que Jorge Arturo Motta Sánchez nombra “cultura vaquera negra” de la Costa Chica: ‘Las Capitanas’ (tuteladas por el ubicuo Santiago Apóstol, el cual fue ‘mata moros’, en la península Ibérica; después, ‘mata indios’ en la mesoamérica, y de cuyo culto y rituales y esencia también se apropiaron nuestros pueblos costeños, arrebatándoselos a los avariciosos invasores mediterráneos); el ‘Toro de Petate y los Vaqueros’ (cuya esencia es el culto al ‘Toro’ bantú-congo, ese afroindio mesteño, chimarrón, que se le escapó y se le escapa al católico-apostólico-romano San Nicolás, pero aquel, en tono de chanza, finge alabarlo, cuando, en realidad, le guiña un ojo y le baila a alguna patente fuerza ancestral, de ésas que los cubanos viejos bautizaron como ‘orichas’, pero más antigua que estos, más desposeídos de taras religiosas formales o de iglesia y culto institucionalizados que estos, incluyendo a la santería (como dice la querida Beatriz Morales Fabá), más de gente de monte, como sus gemelos preciosos que ahora llamamos ‘tono’ o ‘animal’). Anoto aquí que los vaqueros novohispanos, nuestros antepasados, se pintaban al diablo en el cuerpo o lo invocaban para ser diestros en sus oficios, y muchas veces fueron denunciados ante el Santo Oficio de la Inquisición y condenados por ello. «Para coger ganado cimarrón Miguel de Salazar imprecaba: “Ea diablos, ya es tiempo de que me améis, mi corazón, mi alma te entrego”», refiere Gonzalo Aguirre Beltrán en Medicina y magia. El proceso de aculturación en la estructura colonial, en 1963.

Y concluye este tiempo con el bailar de los diablos (esos ‘espíritos’ de muerto que regresan bailando del camposanto, zapateando y rugiendo como tigres-diablos y gritando ‘¡hurra cachucha!’ y otros ruidos, a comerse la ofrenda, a echarse unos tragos y a bailar por su territorio, a regresar a sus comederos, a volver a sus aguajes, a voltiar a sus habitaderos, a acompañar a los vivos, a marear por unos días en sus terrenos). Para ellos, para embellecer las casas y bienvenir a nuestros antepasados muertos, es que cortamos esas sagradas flores amarillas, con efusión de olores intensos y matices de colores que no lo son menos (guardan y obsequian la alegría), y las colocamos en altares y en el suelo, haciendo un camino para que lo transiten cuando lleguen. Y, después de esta fúnebre fiesta, ellos se van: “Mañana me voy, Zamora,/ y ya no me vas a ver./ No me despido de ti,/ pues te vas a enternecer// Ya se van los diablos, ¡caramba!…”. Este, digamos, anti metizaje (porque se opone a lo institucionalizado) nuestro, está también tutelado por el espíritu del tempazuche, el de la flor de las veintitantas flores, el mesoamericano.

En 1993, en el artículo titulado “La Danza de los Diablos en Collantes, Oaxaca”, de J. Antonio Machuca y J. Arturo Motta, en el Boletín Oficial del Instituto Nacional de Antropología e Historia número 40, se lee que: «Resulta que no es privativo de los grupos afromexicanos celebrar así el acontecimiento [cuyas festividades tienen como parte de su ritual una danza conocida como de los Diablos], como algunos querrían para argumentar, con ocasión de la danza de los Diablos, a favor de la existencia de una identidad étnica de raíces africanas entre dichos grupos basándose, primordialmente, en el hecho de que danzar festiva y humorísticamente en un acto de este tipo —que se supondría de gravedad y respeto, como creen, erróneamente, acontece en localidades indígenas— no reflejaría sino la vigencia de una de las prácticas africanas que para exorcizar a las almas de los difuntos tienen los habitantes de dichas localidades». Decían ellos, en 1993, que celebrar ‘todosanto’ bailando los diablos “no es privativo” de los afroindios costeños. Conviene precisar que ellos utilizan el término “afromexicanos” en esta oración, más para contra argumentar un posición política, que consideran “a favor de la existencia de una identidad étnica de raíces africanas entre dichos grupos”, que para definir a un grupo, digamos, étnico; ellos prefieren “afromestizo”, lo cual es un error semántico y político, y reducen este baile de los diablos a un mero ritual para exorcizar las almas de los difuntos, sin precisar en qué consiste el exorcismo. Nos quedan a deber, pues. Pero ese arroz con leche y panela y canela ya se comió y se digirió, mal que nos pese. Y, con este bailar de los diablos no se exorcizan almas, claro, no somos tan incautos. ¡Hurra, cachucha!

Minuciosos e inteligentes, como son, estos investigadores no se dieron cuenta de que el ‘bote’ llama y convoca a sus pares, los tigres, por ello suena como rugido de tigre, por eso también se le llama ‘tigrera’ y se utilizó (decían los grandes de edad) para llamar a esos animales en algunos tiempos. Los ‘animales-tigre’, los ‘tonos-tigre’, me refiero. Por eso, también, las, digamos, voces de estos diablos son rugidos de tigre, y con esas múltiples voces guturales rugientes llaman a sus pares, los ‘animales-tigre’. Es decir, en el baile de los diablos hay diálogo sinfónico: entre el ‘bote’ y los ‘animales de monte que son tigres’, entre el ‘bote’ y los ‘diablos-tigre’ que rugen, zapatean y bailan, entre los propios ‘diablos-tigre’, incluso, en medio del baile, algunos de ellos se encaran, se imitan, se dicen y se contestan. A este, digamos, concierto se suman los enstrumentos y el zapatear, claro. Este camino es largo y enredado; ya lo recorreremos. Pero, no quiero perder la oportunidad de anotar aquí una nota de Machuca y Motta sobre el ‘bote’ o ‘tigrera’ (utilizo esos nombres porque esos oí decir en mi infancia, más de cincuenta años hará): «Según los lugareños este instrumento era utilizado para cazar tigres, ya que su sonido semejaría un rugido. Según Moedano (op. cit.) este instrumento tendría una clara raigambre africana puesto “que se le conoce en otras partes de Afroamérica [aunque] bajo diversos nombres: ferruco en Venezuela, puita o cuica en Brasil, zambumbia o puerca en Colombia. Asimismo, ha sido registrado en diversos lugares de África tanto occidental como oriental”». Africano, el ‘bote’, al que también llaman “tambor” y “tambor bailarín”. De los mixtecos costeños le viene el nombre de ‘enduyo’ (que en mucho se asemeja en el sonar a ‘enduto’). Pero no, nada tienen que ver estos diablos con los tantos diablos de otras latitudes. Los nuestros vienen desde la mama África y se amestizaron en estos territorios con nuestros antepasados originarios.

El baile de los Diablos se sustenta en la filosofía bantú; sobre ello, Beatriz Morales escribió: «…los conceptos de “la persona”, “la sombra” y “el tono” o “el animal” [como] ejemplos de lo que la filosofía bantú aportó en la construcción de una cosmovisión en algunos pueblos de la Costa Chica, y que les permitió desarrollar una identidad cultural propia e inédita hasta entonces, como bien observó Aguirre Beltrán en Cuajinicuilapa a mediados del siglo XX».

Y explica su visión sobre nosotros, los afroindios: «La vida cotidiana en los pueblos de la Costa Chica trasluce su espiritualidad a través de la alegría con que efectúan sus bailes y su música, los mismos que funcionan como un vehículo mediante el cual expresan su solidaridad entre unos y otros; ésta es una característica predominante en las culturas y los individuos de ascendencia africana en América. De los grupos africanos bantú hemos heredado una cultura que consiste en un sistema dinámico, en el que la religión es un componente muy importante porque marca todas las actividades sociales, desde las más sagradas hasta las más profanas (yendo de lo más sagrado a lo más profano). También, las expresiones espirituales de los afromexicanos (en este caso particular, de los de la Costa Chica) están moldeadas por la filosofía de los grupos culturales del Congo. Es de este grupo cultural, Congo (Kongo), que nosotros heredamos nuestra concepción como personas en el mundo de los vivos y de los muertos vivos. Los bantú, igual que todos los grupos culturales del África Occidental, piensan en los muertos como si fueran vivos y en sus ritos les ofrecen comidas y cuando toman alguna bebida les ofrecen libación para poder mantener una relación muy estrecha, como la que tuvieron cuando el difunto estaba vivo». Atrás de nosotros, no sólo están, pues, los americanos amuzgos, mixtecos, zapotecos y yopes (por nombrar los más evidentes), sino, también, los bantú-congo y, dicen, los mandinga, quienes eran expertos en el manejo de las bestias equinas y fueron secuestrados, esclavizados y traídos para cuidar ganado bovino de los castellano-andaluces, alrededor de 1530, con otros hombres y mujeres sudsaharianos. Ellos traerían, también, las técnicas de construcción del ‘redondo’, como ha documentado Aguirre Beltrán.

Tampoco vieron Machuca y Motta que la Minga, la del danzar festivo y humorístico, es la ‘Gran Puta’: «La Minga representa las energías espirituales femeninas, es una mujer sensual que, con su movimientos rápidos y sus meneos de hombros y caderas, produce una energía de armonía y del gozo de la vida. Ella baila con los mismos ‘espíritos’ de muerto y trata de seducirlos sexualmente para que se enamoren de sus movimientos femeninos», escribe Beatriz Morales. La Minga es la vida. Bien visto, no cualquiera sale de Minga, tiene que ser alguien especial o, si no lo es, al vestirse se convierte en alguien especial: seguro de sí mismo, fuerte, histriónico, pícaro, atrevido y diestro para bailar, claro. En algunas ocasiones, de entre los mirones, se agrupan algunos para robarse a la Minga; la jalan, y los diablos corren a rescatarla, entre chanzas. Chanza, pero sí pesada. La Minga, pues, es la mujer de cualquiera y de ninguno, asegún ella lo decida, y ello le da libertad e independencia, autonomía. Como dijo una a uno que la mantenía y, por ello, le reclamó que se anduviera metiendo con otro: “Mi culo es muy mío y se lo doy a quien yo quiera. Si no te gusta, ai nos vimos”. La Minga, pues, no se somete, ni al mismo Tenango ni, si es el caso, al Terrón Pancho. Es obvio, además, que la Minga es la mamá de todos los diablos y, en ese sentido, lo es de todos, incluido el inanimado e inerte muñeco o la muñeca que carga como hijo o hija. Y, entre más le escarba uno, más sale. Y, ya saldrán, en otra ocasión, más madejas para tejer y destejer este anarquista, es un decir, mestizaje nuestro.

Todo, al parecer, inicia con un unísono múltiple ‘toque de tambor’: se deja caer el golpe del zapatear de los diablos en el gran tambor de la tierra, y el ¡golpe!, el grito, los gritos que se desgranan en el viento, roncos, graves, raspando las cuerdas bucales (tigres rugiendo), para llamar, para despertar a los ‘espíritos’ de muerto, en el camposanto o panteón (aunque no siempre se pueda hacerlo en ese lugar, pero se prefiere). Luego, la música del ‘bote’, de la flauta y de la charrasca o quijada (dientes y muelas secos de una vaca muerta o, tal vez, de un toro) y de la guitarra y el violín, o del saxofón o del mp3. Y el baile.

Beatriz Morales explica que el diablo que baila fungirá como ‘médium’ o el ‘caballo’ del ‘espírito’, porque estará cargando al muerto, quien estará ‘montado’ encima suyo; así, a través del baile, los diablos-persona se convierten en ‘caballos’ de los espíritus de los muertos, de nuestros antepasados difuntos, para, después del baile ritual, transformarse en aquellos. Cuando ellos bailan, sus cuerpos están doblados hacia adelante y sus brazos están sueltos y son movidos hacia atrás y hacia adelante, con rapidez; sus cuerpos parecen los de una persona muerta, que ha perdido su fuerza vital. Esa posición de su cuerpo resulta idónea para que sea ‘montado’ por el ‘espírito’, quien, al ‘montarlo’, al poseerlo, podrá comunicarse con los vivos. Al mover la cabeza de una manera enérgica y violenta, pareciera que los diablos se resisten a ser cargantes, a ser montados, como negándose a aguantar esa pesada carga. Cuando, al final del baile, los diablos se botan al piso, es como si ya hubiesen sido poseídos: están preparados para comunicar a los muertos con sus gentes, los vivos, son ellos mismos los ‘espíritos’ de muerto (del mismo modo en que la cruz de madera transporta la ‘sombra’ del difunto, después de que se hace “la levanta de sombra”).  Esta investigadora sostiene que en este ritual de los diablos es donde los afroindios “bailan” sus creencias y “recuerdan” su identidad africana: con un zapateo fuerte en el piso imprimen el código de la sabiduría de los viejos africanos. La africanidad, que nunca se pierde, aunque las personas no estén conscientes del origen del baile. 

Y así, van caminando y bailando los diablos transfigurados a las casas de sus gentes, las moradas de los criollos que celebran a sus difuntos con este baile, con esas flores, con esas ofrendas, con esas músicas, los que piden que vayan a bailarle a sus muertos ante los altares que adornaron, y a por la ofrenda, para agasajarlos y, si se puede, cooperar con unos centavitos para el grupo; con esa alegría (creada y promovida grandemente por la Minga, en principio, y por su primer marido el Tenango o Diablo Viejo, el de la cuarta, el que ruge más que los demás, el más viejo, el más ñaco, el que da los chicotazos más recio, el de los cachos más grandes, el diablo de la campana o el cencerro, el que jefatura a sus hermanos e hijos espíritos de muerto que regresan por sus comederos, a quienes estimula y disciplina); de esa alegría que concita la Minga al chancear con los hombres a los que les ensarta su hijo o hija, con las mujeres que hacen bola y bulla a su alrededor, y la provocan, la chulean, la tutean, se hermanan; con la bola de chamaquitos que la sigue como enjambre de zancudos hambrientos y que ella dispersa a chicotazos al aire (y, a veces, en el lomo de alguno) de vez en cuando, nomás pa’ que se diviertan, sobre todo cuando alguno de ellos se atreve a chucharle el culo, también por diversión y picardía de él mismo y de sus compañeros y, por ende, de todos los mirones y las mironas); y, junto con la alegría está ese dolor por la pérdida permanente del difunto, hermanados en esta celebración. Por cierto, los diablos de Cuaji no van a misa a la iglesia, no tienen nada que ver con los curas, no transigieron con ellos, son indómitos, son mesteños, son insolentes, son igualados, son podedores, son cimarrones. Son diablos.

Hay algunos estudiosos, de esos de academia, que piensan y afirman que este baile de los diablos es un juego. En realidad, en esto los frasteros han ganado terreno y han convencido a muchos que este baile debe ser y es un mero juego, algo superficial y vacío de sentido, una mera diversión, un mero espectáculo. El asunto viene de largo. Machuca y Motta dicen que: «Parece ser que lo que influyó para este cambio fue la presencia en la localidad [Collantes] del productor televisivo Óscar Cadena, quien los filmó. Y a raíz de su publicitación por televisión, el gobierno del estado de Oaxaca les financió –aunque para estas fechas, no totalmente– la adquisición de su indumentaria –que no su selección– a fin de utilizarlos como representantes del estado en los concursos dancísticos interestatales que promueven las distintas entidades gubernamentales. Ello ha llevado también a los integrantes del grupo a organizarse “profesionalmente”. Han nombrado su “encargado de relaciones públicas”, quien establece las tarifas que se deben cobrar por fotografías, grabaciones, etcétera. Tienen también un encargado y un tesorero, estos últimos, parece, anteriores a la presencia gubernamental y televisiva. Hay también un comité que se encarga de nombrar a los jefes de los danzantes y de reproducir socialmente, al impartir su enseñanza, la danza». Ello ocurrió hace más de treinta años y ha continuado hasta ahora.

O sea, que los frasteros han convertido este rito tradicional en un juego, en un espectáculo, en un ‘show’, en un tema de tesis hecha sobre las rodillas, con la complicidad de muchos paisanos ‘culodulce’, seducidos por ‘la fama’ y los centavos. Alrededor del año 2000, miré un programa del Canal Once, llamado “Mochila al hombro”, en que unos muchachos urbanos acudieron a entrevistar a personas implicadas en el baile de los diablos, precisamente en Collantes. Ante algunas preguntas de los televisioneros, unos muchachos les respondían, por ejemplo, que la charrasca se obtenía de un caballo sagrado, que había sido cuidado para ello desde su nacimiento y que, llegado el momento (a los dos años, creo), tenía que ser sacrificado en una ceremonia especial para obtener de él la quijada con la que se elaboraría la charrasca. Y tonteras por el estilo. Pero, decir que traicionan a nuestros pueblos los criollos que le entran a este aro, sería una acusación excesiva: se traicionan a sí mismos, se engañan a sí mismos. “Pero los llevan a bailar a Bellas Artes”, arguyen algunas personas. No hay, pues, mejor prueba de esa traición auto infligida: asumen que el baile es un mero espectáculo, un mero juego para divertir frasteros. Están, pues, fuera de sitio y de ocasión. Aun sin ellos, este tiempo del tempazuche (de las afroindias capitanas, del toro y los vaqueros, de los diablos) renace cada vez que esta verde mata brota del suelo y, en un tiempito, se luce de alegres amarillos, cuyo olor nos recuerda que estamos y no estaremos, y que alguien tal vez nos lleve a bailar, diablos, a la vieja casa, al hogar de carne y hueso y sangre y sudor cuando nos llegue el tiempo. Bien dice Pakal que no hay que dejar de poner altar, que es una tradición nuestra.


AÑIDIDO

En Madrid, diciendo yo que era de México: "¡Qué rico será su rey de ustedes, pues de allá viene tanta plata!". En la oficina del rey en Madrid me sucedió entrar, y diciendo que era americano se quedaron admirados. "Pues usted no es negro" —me decían—. Por aquí ha pasado un paisano de usted, me decían los frailes de San Francisco de Madrid y preguntándoles cómo lo conocían, me respondieron que era negro. En las Cortes, el procurador de Cádiz, clérigo filipense, pregunt´si los americanos éramos blancos y profesábamos la religión católica. En algunos lugares, oyendo que yo era de América, me pedían razón de fulano o zutano; es fuerza que usted lo conozca, me decían, pues tal año pasó a las Indias. Como que éstas se redujesen a algún lugarejo. Cuando yo llegué a las Caldas, iban los montañeses "a ver al indio" —así decían. "La España, dice el arzobispo de Malinas en su 'Guerra de España', sólo pertenece a la Europa en razón de la religión; es de África, y sólo por error de geografía se coloca en Europa".

Al entrar uno en Nápoles le parece a uno que entre en un pueblo de indios, porque tiene el pueblo el mismo color. Especialmente son morenas y feas las mujeres, y mucho más bien parecidos los hombres comparativamente, cosas que notan todos los viajeros.

Un Papa del siglos xii mandó dar libertad a todos los cristianos, como confiesa Voltaire en su análisis de la Historia. Tenían los romanos en su gentilismo derecho de prostituir a sus esclavas para vivir a su costa, lo que todavía se practica en las Antillas con las negras.


Memorias, Fray Servando Teresa de Mier. Circa 1820.


[4 de noviembre de 2024]


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