En Cuajinicuilapa hemos perdido (no totalmente, por fortuna) el sentido de comunidad: las familias extensas organizaban a las familias simples (padre, madre e hijos) en torno al patriarca y conforme a los intereses colectivos; si algún hijo se casaba, construía un redondo en torno al redondo patriarcal y allí vivía; si una hija se casaba, se iba con el marido a vivir en el barrio del marido, que, también, construía su redondo junto al redondo paterno; aunque no había cercas para delimitar físicamente las propiedades, todos conocían y respetaban los límites de los solares; el trabajo también se organizaba en los comunes de milpa: la familia extensa se hacía cargo de cierta área para sembrar y cada familia simple trabajaba su parte dentro de ella. El gobierno del pueblo estaba en manos de los prencipales, personas adultas con prestigio social y expertas en el servicio a la comunidad, elegidas por su autoridad y conocimientos. Esa parte de la historia cuijleña ha caducado para dar paso a otras formas de organización familiar y de gobierno: es el progreso, dicen. Las formas comunitarias desaparecen, se transforman.
Como la naturaleza, los humanos nos transformamos; aunque nosotros lo hagamos conforme a intereses particulares, con pasión y desorden, con prisa y avaricia. Pauline se fue, la naturaleza se regenera, en los deudos el dolor se aminora. El río revuelto se aclara —falso que a río revuelto quienes ganen sean los pescadores: en este desastre ganaron los de siempre, los que tienen el control: las vacas del gobernador están más gordas porque la pastura agradeció el diluvio. Aprovecho para proponer que se nombre hijo dilecto de Cuajinicuilapa al señor gobernador interino del Estado de Guerrero Ángel Heladio Aguirre Rivero: ahora que ya casi medio municipio le pertenece (y es una exageración), no hacerlo sería ceguera y falta de tacto, político—. Los terrereños quedaron más jodidos, por las muertes y por los destrozos; aunque no fueron los únicos. Se perdió mucho ganado (no el del gobernador, porque él sí avisó con tiempo a sus testaferros y vaqueros para que lo salvaran). Los vivos seguiremos esperando morir de otra cosa.
Recién pasado el desastre, viajando de Acapulco hacia Cuajinicuilapa, escucho conversar a dos mujeres sobre la conveniencia de abstenerse de comer jaiba y cangrejo porque, en tiempos de cadáveres en las aguas, estos animales son expertos en descarnar huesos —para los antiguos griegos, los crustáceos y otros alimentos, por su color rojo, eran alimento de los muertos—. La plática ocurre sin morbo ni emociones; es un recuento de una creencia que se expresa. Cansancio y resignación en las voces. Después del desastre, estamos obligados a continuar. A pesar de nuestros deseos, contra nuestra voluntad. A esperar, desprevenidos, el próximo.
(Noviembre de 1997. Texto aparecido en El Sur de Acapulco)
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